Ordenaciones Sacerdotales

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Juan Pablo María LC

«Antes de que yo te formara en el vientre de tu madre, ya te conocía. Antes de que nacieras, ya te había elegido para que fueras un profeta para las naciones» 

Llegué al mundo como gran parte de la gente lo hace. Soy el fruto del amor de mis padres. Las circunstancias que envolvieron mi nacimiento sólo las sé parcialmente, pues en un cumpleaños me lo relató uno de mis hermanos en una carta que me envió. Él lo recuerda con pelos y señales, para mí es una anécdota…Algo que me gusta mucho de mi nacimiento, es que llegué tarde. Como se verá en la narración, no soy el cristiano más valiente y conquistador que exista, más bien soy medidor y lento para comprometerme, pero es curioso que, en medio de mis miedos, lo que más me empuja para romperlos, es saber que puedo hacer un bien a alguien…Esto se refleja desde mi primera asomada al mundo. Tardaba en nacer y el doctor le preguntó a mi mamá qué fecha prefería para inducir el parto, las opciones: 14, 15 o 16 de octubre, por la mañana o la tarde. Mi mamá contra todos los pronósticos de una embarazada que quiere librarse del bulto que lleva dentro, escogió el 16 por la tarde. El motivo: llevarme dentro el mayor tiempo posible. Siempre que escucho esto, me lleno de orgullo y alegría, cuánto he sido amado desde antes de nacer. Llegó la hora de ver la luz y el doctor sabiendo que yo era un remolón, se fue a tomar su café. Nada más salió del cuarto (no era ni siquiera el quirófano), se me ocurrió mi primera travesura: nacer sin médico. Mi mamá comenzó a sentir los dolores del parto e internamente me dijo: esto va a doler, juntos vamos a ofrecer cada dolor. Así comenzó mi caminar por el mundo, con respeto por lo que conlleva vivir, pero con la motivación de que nada carece de sentido y esos pequeños sufrimientos podían ofrecerse por alguien o ser simplemente una carga a soportar. Mi papá salió disparado para avisar al doctor la bromita que le estaba aplicando y éste más rápido que mi papá me detuvo en mi afán por despegar, nos condujo al quirófano y me recibió… Cuentan que fui un bebé muy tranquilo, que no daba fastidio ni se despertaba para comer, que prefería dormir que comer; esto lo creo porque hasta la fecha es así. 

Narro mi llegada a este mundo, porque el paso del tiempo me ha hecho descubrir que Dios llama porque él quiere, mi llamada no es fruto de ningún mérito, es amor gratuito de Dios. Es una llegada muy normal que sin embargo describe un poco lo que será mi vocación, aceptar la vida como viene y ofreciendo a Dios cada cosa que él me permite vivir.  

Mi infancia voló entre juegos, rezos, entrenamientos, amigos y lo indispensable de colegio. Puedo decir que fui muy feliz, considero que era un niño muy alegre y que se tomaba la vida con mucha tranquilidad, creo que nada me creaba agobio, quizá un poco la tarea. El Señor quiso tocar a mi puerta a muy temprana edad, fue en un verano antes de pasar a la secundaria. Con tal de escaparme de ir a un campo de verano me las arreglé para ir ese verano a la apostólica. 

La mañana en que recibían a todos los niños que íbamos a comenzar el cursillo de verano, mi mamá me vistió muy formal (pantalón y camisa de vestir, azules ambos, me llevó a cortar el cabello y de ahí nos pasamos a la apostólica. Si hubiera sabido que la despedida ese día iba a prolongarse para el resto de mi vida, que a mi casa volvería sólo para visitar…, me hubiera dado un paro cardíaco, sin embargo, no sabía nada de eso y estaba fresco como una lechuga. El lugar siempre me cautivó, llegamos y me senté a ver un partido en la cancha de fútbol rápido, ahí estuvimos mi primo y yo mientras nuestros papás veían todo lo del papeleo y la paga para esos días. Cuando terminaron nos fuimos a despedir, algo muy sencillo. Pusieron un partido de fútbol, México contra alguien, antes de ir, Luis me invitó un refresco y nos fuimos a verlo. Por la tarde organizaron unos juegos, uno que se llama “quemados”, me encantó. Terminaron los juegos organizaron los batallones. Nos pidieron hacer una fila larga por estaturas para ir haciendo los grupos de niños, como pequeñas comunidades, algo como el ejército, donde funciona por pequeños grupos guiados por un líder, en este caso un prefecto (hermano religioso). Luis y yo nos pusimo juntos en la fila para que no nos separaran. Nos faltó un poco de astucia porque iban separando entre los tres batallones, uno por uno, de esta forma era lógico que, si estábamos juntos en la fila, no nos iba a tocar en el mismo batallón, eso no lo pensamos en el momento. Yo quedé en el batallón “A” y él en el “C”. Ese día por la tarde tuvimos la misa. Nada particular hasta la hora del ofertorio. Era de los más pequeños y me llamaron para que llevara las ofrendas con otro niño (Marco), cuando traía las ofrendas (creo que eran las vinajeras, la verdad no estoy seguro), dentro de mi corazón sentí algo muy sencillo y claro: ¿por qué no te ofreces tú? Cuando yo decía que no quería ser sacerdote, era simplemente porque nada me atraía tanto como formar una familia grande con muchos hijos (once). Sin embargo, en ese momento, sin el mínimo esfuerzo del mundo me salió un sí tan sencillo como la propuesta. Estaba acostumbrado a escuchar en mi casa que ante todo la voluntad de Dios, como niño no sabía mucho lo que eso significaba, pero llegaba a entender que, si Dios te pide algo, también te hará feliz con eso que te ha pedido. No lo dudé y me salió espontáneo el sí, dejando atrás todas las veces que había afirmado que iba a pasar sólo el verano y que quería ser papá de once niños. Ahora que lo pienso, Dios es astuto, conmigo no podía esperarse a que me diera cuenta de la realidad, soy tan miedoso que, por mí, quizá al darme cuenta del compromiso tomado me hubiera echado para atrás. Me gusta mucho cómo sabe trabajar con cada alma, a mí me debe empujar y ya después me explica, con otros hace todo lo contrario, les hace ver todo con muchísima claridad para que puedan lanzarse. Total, salí de esa misa con deseo de ser sacerdote. Algo curioso es que en cuanto acepté la invitación, el sacerdocio se me presentó como algo bellísimo. Había en concreto un sacerdote irlandés, que era mi “director espiritual” ese verano, me cautivó por completo. Sabía que, si Dios me daba el don del sacerdocio, quería serlo como ese padre, que siempre tenía sonrisas y “gansitos” para todos. Así es como comenzó todo, por lo menos en mi cabeza y mi corazón. 

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