Ordenaciones Sacerdotales

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Carlos Javier Ruiz, LC

El camino hacia el descubrimiento

Tenía diecisiete años y estaba por terminar la escuela. Por delante, la oportunidad de cumplir lo que siempre había querido: ser un ingeniero en informática. Los estudios universitarios comenzarían en febrero del siguiente año, así que contaba con algo de tiempo antes de empezarlos. La decisión estaba tomada: iría a pasar un tiempo en Toronto, Canadá, para seguir perfeccionando el inglés. Me iría solo. Este es el comienzo, los primeros repiques, de una llamada que cambiaría mi vida.

Nací en Valencia, Venezuela y había vivido casi toda mi vida hasta entonces en Barquisimeto, en una familia pequeña pero unida: mi papá, mi mamá y mi hermana. Una familia que me formó y enseñó valores cristianos y a ser una buena persona. Sus ejemplos de trabajo y dedicación, compañía y apoyo los llevo muy presentes en mi corazón. Con ellos nunca me faltó nada y, es más, me permitieron vivir muchas oportunidades y experiencias. Es por eso por lo que al inicio de esta llamada están ellos, porque, aunque escuchara con mucha más claridad la voz de Dios después de haber terminado la escuela, había ya una incipiente disposición a estar atento a esta llamada y se lo debo a ellos. Y como siempre lo digo, hoy soy el hombre que soy gracias a ellos.

Aunque estudiaba en un colegio católico—en el que algunos sacerdotes (la mayoría ya ancianos) nos ofrecían el sacramento de la confesión algunas veces al año, y misas de vez en cuando—no había una vida de fe viva en la escuela. Sólo la típica clase de catecismo para la confirmación y clases de religión. De una manera u otra, lo sentíamos parte de nuestra vida ordinaria y no poníamos muchos “peros”. Podríamos decir que éramos católicos del siglo XXI o católicos “light”, de aquellos que se llaman a sí mismos creyentes pero que no practican mucho, excepto por el rosario o cadenita al cuello y por participar en la procesión del 14 de enero en nuestra ciudad. De esta lejanía de una fe viva no me daba cuenta entonces, por supuesto.

Mis amigos eran los mejores amigos, y sí, nuestro ambiente era el de muchachos normales: íbamos a fiestas y tomábamos -muchas veces, incluso de más-; hablábamos de las cosas que hablan los jóvenes normales, teníamos las mismas inquietudes, nos fastidiaban las clases como a cualquier otro, compartíamos el día a día con mucha sencillez, nos entendíamos bien y pasábamos muy buenos ratos juntos, ocupándonos en nuestra vida social, o sea, lo queríamos pasar bien. Pero había algo que faltaba en estos años, aunque de esto me di cuenta más tarde.

Canadá, el nuevo mundo

Llegado el último semestre del bachillerato, fue momento de decidir qué haríamos: fiesta de graduación o viaje de graduación. Nos decidimos por la fiesta y yo me iría de viaje, pero no con mis compañeros. Entonces, había que empezar a buscar qué quería que fuera el viaje. Mis padres y yo decidimos que lo mejor sería complementar mi formación en el inglés, así que elegí irme a Canadá, pero no sería todo un año, porque la universidad empezaba en marzo siguiente, sino sólo un cuatrimestre. Elegimos la escuela y empezamos a hacer todos los papeles. Y allá me fui. Llegué a Toronto teniendo 17 años y completamente solo. No sabía lo que me esperaba y mi primera sorpresa me la llevé al llegar a la casa donde me hospedaría. Ahora bien, no me malinterpreten: las primeras impresiones no siempre son objetivas, pero sí dejan una marca.

Al llegar a la casa toqué el timbre -Yo estaba todavía medio dormido, pues había despegado de Caracas a la media noche, un viaje turbulento por ser temporada de huracanes y después de casi siete horas, había aterrizado en Toronto-, decía que toqué el timbre y la puerta se abrió y para recibirme salió un señor más alto que yo, delgado, con el pelo cortado al ras, de una piel totalmente pálida y unos ojos de azul eléctrico que sobresaltaban, pero lo que más me llamó la atención fue su piercing en la nariz. Yo nunca había visto a un hombre con un piercing en la nariz. Al verlo me sentí intimidado y lo primero que pensé fue ¿dónde me metí? Pero como dije, la primera impresión no es la más objetiva. A esta familia le estoy muy agradecido y no me hubiese gustado pasar este tiempo en otro lugar. A pesar de sus excentricidades y su acento inglés cerrado—aunque entendía a veces me quedaba con la duda de lo que decían—eran personas muy amables. Pero quizá con esta imagen se define lo que fue Toronto para mí: contradicción.

Fueron unos meses en los que todo era nuevo. La forma de vivir, como se desenvuelven las personas, la cultura más progresista. Era un bombardeo de cosas, una tras otra, que eran nuevas y contradictorias. Por un lado, una ciudad hermosa, con gente amable y por el otro lado una cultura agresiva por lo liberal, que promovía todo lo que para mí sólo eran tramas de películas: drogas, sexo liberalizado, alcohol, dinero, moda, apariencias. Es la cultura en la que se vive por convicciones, porque saliendo de la burbuja en la que siempre viví viniendo de un país de Latinoamérica y de una familia con valores, si no sabes lo que quieres y lo que eres, te pierdes con facilidad casi sin darte cuenta. Todo esto pasaba frente a mis ojos y lo que más me impresionaba era el hecho que nadie más se extrañaba. Era el día a día de la ajetreada ciudad, con tantas cosas sucediendo que nadie se daba el tiempo para parar y ver y preguntarse qué era todo eso. Pasaba por el centro dejando atrás los cines y bares eróticos; caminaban a mi lado hombres mayores agarrados de manos; un joven de mi edad fumando algo que olía diferente al cigarrillo ordinario y que compartía con su amigo que a su vez lo compartía con su otro amigo… Quizá no se entiende la impresión que causó en mí, pero la verdad es que lo más sorprendente para mí no era todo eso, sino que se hiciera con tanta naturalidad.

Pero no sería lo único. Habría algo en este viaje que me haría entrar en una crisis más profunda. En el instituto empezamos las clases y, ¡oh, sorpresa!, tratábamos el tema de la religión. En una clase multicultural en la que había latinoamericanos, europeos, árabes y rusos aprendí que, diferentemente a mi país, no todos son católicos y, como muchos en mi país, los católicos no dejaban muy en alto su fe, y yo me incluyo aquí. Siempre el mismo tema, siempre las mismas críticas a la fe católica -la profesora era católica-, siempre la misma ironía.

Amigos del camino

Me hice amigo de un joven de Kuwait, musulmán, un año mayor que yo. Un día después de clase fuimos a comer. Me enteraría luego que sólo había ido yo a comer, él me acompañaría solamente. Al preguntarle por qué me dijo que estaba haciendo el ramadán y que por eso no podía comer ni tomar nada durante el día. Yo me sentí mal y no sólo porque comía delante de alguien que definitivamente tenía hambre y que no podía comer; sino porque me hizo pensar inmediatamente en cuaresma. ¡Cuántas veces en cuaresma comí carne un viernes, o no ayuné un miércoles de cenizas! Y aquí, este amigo mío, sólo un año mayor que yo, sin la presión de sus padres ni de sus amigos ni de su cultura natal, estaba ayunando. También me hice amigo de una muchacha de México, que me demostró lo que significa creer. Ella iba a Misa los domingos, incluso en una ciudad donde no abundan las iglesias católicas, ella creía y estaba convencida.

Estos testimonios se quedaron grabados en mí, mientras que en clases seguían los comentarios y las críticas. Y entonces me pregunté ¿por qué creo lo que creo? ¿Por qué los musulmanes son más fieles? ¿Por qué los evangélicos parecen estar más convencidos? ¿Por qué mi amiga sí va a Misa? ¿Quién está en lo correcto? ¿Será que creo en algo falso? Esto y lo que me rodeaba cuando caminaba por las calles fue mucho. Decidí ir a Misa un domingo en la catedral. Ya estaba por terminar mi estadía.

La duda que da fruto

Había cambiado en Canadá. No sabría decir cómo ni qué, pero regresé a Venezuela, además de con el pelo larguísimo, con dudas. Empezaría la universidad pronto, y mientras tanto me dije a mí mismo: “No puedo tirar todo por la borda. Antes de renunciar a lo que creo, quiero primero saber bien qué es lo que creo”. Así que comencé un camino autodidacta de catequesis. Obviamente no iría a preguntar a nadie, pues la vergüenza era grande. Todo esto lo viví solo. Pero lo hice. Empecé a estudiar, empecé a buscar. Tenía poco tiempo para hacerlo, la universidad ya estaba por empezar. Así que me esmeré. Leer mucho sobre la fe, sobre Cristo, sobre la Iglesia y las otras iglesias. Sobre la Eucaristía, que descubrí era el punto de quiebre entre varias denominaciones cristianas. Esto sobre la Eucaristía me atrajo tanto y me parecía tan obvio que fuera así, que empecé a ir a Misa todos los domingos. Y así, del que se inventaba escusas, pasé a ser el que primero se preparaba los domingos para ir.

Comencé a estudiar ingeniería y estaba en una clase de cerca de 300 alumnos, por semestre. Me fue bien. Estaba entre los tres primeros. Me gustaba. Y al final del día, lo que complementaba mi rutina era ir a la Iglesia y rezar aunque fuera sólo cinco minutos frente al Santísimo, antes de llegar a casa. Luego, retomé mi entrenamiento de natación y de camino hacia el club rezaba el rosario. Todo esto lo empecé de la forma más normal y ordinaria, pero en secreto. Me había dado cuenta de que el problema no era la fe sino más bien mi ignorancia, no vivir una fe viva.

En la universidad había de todo y, ciertamente, me costó ajustarme. Confrontarme con gente diferente a mí fue como la experiencia en Toronto y no sé el porqué, pero el tema de la religión estaba en boca de todos. Así que tuve compañeros que me cuestionaban mi fe, de manera positiva, y tenía compañeras que iban a las jornadas juveniles de la diócesis. Yo en medio de todo esto, seguí rezando. Mi día terminaba acostándome y cogiendo la biblia para leer los evangelios. Uno por uno, en orden, hasta que me quedaba dormido. Al día siguiente amanecía y le daba gracias a Dios, me duchaba y me iba a la universidad. Así día tras día.

Duda resuelta

Y después de todos estos repiques que me fueron acercando a Dios, era momento de la llamada fuerte.

Una noche rezaba en mi habitación, ya en pijama y listo para acostarme. En la oración vi el crucifijo y de repente me di cuenta de que había algo en mi interior. Empezaron a pasar por mi mente muchos momentos de mi vida, de lo que había vivido en el colegio, en Canadá, de lo que estaba viviendo: lo malo y lo bueno que había hecho y vivido; lo malo y lo bueno que había visto durante mi vida. Y luego una necesidad de saber el por qué. Y luego como una voz que me decía: “¿Ves lo mucho que he hecho por ti? ¿Cómo te he cuidado? Tú tienes a tu familia unida, tienes todo lo que quieres y necesitas, te he protegido. Pero no con todos es así. ¿Ves cómo quiero a los hombres y ves cómo me tratan?”. Y yo pregunté: “¿Qué puedo hacer?” La respuesta fue: “Sacerdote para llevar tu experiencia de mi amor a los demás”.

Lo asumí con sencillez. Me parecía lo más obvio. No podría ser de otra manera. No me costó aceptarlo, sólo me costó decirlo a los demás. Los siguientes días me dediqué a buscar en internet congregaciones y hubo tres que me llamaron la atención por el testimonio que las fotos daban: los religiosos de la Santa Cruz, los Escolapios y los Legionarios de Cristo.

Dios en un café

Hice un proceso de descarte. Una no tenía casa en Venezuela. Así que chao. A las otras dos congregaciones les mandé un correo electrónico. A los pocos días sólo una respondió: los Legionarios de Cristo. Quedé con el hermano en vernos en un café de la ciudad en algunos días, que pasaron rápidamente. Así que ahí estaba yo, esperando en el piso superior del centro comercial, cuando vi llegar a uno vestido de negro. Obviamente me asusté, estaba muy nervioso y empecé a preguntarme si me atrevería a bajar y a hablarle. Fui capaz. Bajé las escaleras temblando, volteé en la esquina, abrí la puerta del café, levanté la mano que me temblaba y le toqué la espalda. Él se volteó y le dije quién era yo, y se sonrió mientras me extendía su mano para saludarme.

Nos fuimos de ahí a otro café del lugar y conversamos. En ese momento me dije que no había nada más que buscar. Sería legionario como ese hombre que estaba delante de mí: jovial, vestido de negro, cercano, amigable, divertido, que hablaba de Dios y rezaba. Era lo que buscaba: yo no me sentía llamado a ser el gran predicador o a dirigir grandísimos grupos. En mi corazón me sentía llamado por Jesús para ofrecer aquello que -como dije más arriba- me había faltado en mi tiempo de la escuela: alguien que estuviera cercano, con quien compartir lo que vivía en el día a día: las dudas, los enojos, las alegrías; y que me guiara a través de todo eso, que se preocupara por mí y mi bien. ¡En un momento de gran serenidad se me hizo todo tan claro! Entendí que la Legión era donde Dios me quería: ser formador de almas, ayudarlos a un nivel personal, compartir con los hombres sus batallas y mostrarles un rostro que no los juzga, tenderles una mano amiga, levantar del suelo cuando fuera necesario, estar disponible siempre. De esta forma, ser un consuelo para el corazón de Jesús, ayudándolo a realizar uno de sus anhelos más grandes: acompañar en su nombre a sus hermanos los hombres.

 

Descubrimiento

Existen muchos tipos de llamadas. Las que esperas y las que no esperas. Las de personas que quieres y las que no quieres contestar. Las que debes responder por compromiso y te quitan tiempo y las que con mucho gusto respondes. Las que te comunican malas noticias y las que te comunican buenas noticias. Las que te dejan indiferentes y las que te cambian la vida.

Mi llamada es de esas que cambian la vida. Nunca esperé que todo esto me sucediera. Mi vida estaba planeada desde pequeño. Pero qué grande es Dios que nos salva incluso de nuestros planes. Cuando Él llama, si le respondemos, nada vuelve a ser lo mismo.

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