Quince minutos antes de la ordenación diaconal y estoy más nervioso que un novio antes de su boda. Estoy inquieto. En el desayuno solo logré tragar la mitad de una rosquilla, y esto con mucha dificultad. Ahora, ya vestido de alba estoy sudando y aprehensivo. Quièn sabe exactamente por qué.
Me pongo en fila atrás para la procesión. El órgano empieza a sonar. La última cosa que esperaba me pasa. Me entró una calma que no dejaba más lugar para los nervios. De modo inexplicable viví la misa de mi ordenación diaconal con alegría y mucha confianza.
Es una imagen muy buena de toda mi vocación, de estos casi quince años de preparación para ser sacerdote en la Legión.
Dios me pide cosas que me superan. Digo que sí (cuando me va bien) y él hace que salen las cosas de modo imprevisto (por mi, no por él), sorprendente y maravilloso.
¿Cómo poner en palabras una llamada inesperada, quince años de luchas, derrotas que se hacen victorias, relaciones que marcan la vida para siempre? ¿Cómo interpretar de modo unitario todo lo que me ha pasado intentando seguir a Jesús por este camino?
Quizá la mejor manera es verlo todo a la luz del misterio pascual. Momentos de muerte, de desesperación, de soledad: son muchos. Experiencias de acompañar a Jesús en el silencio de la tumba, también. Sentirme resucitado por un poder inesperado que supera mi entendimiento y planeación: si soy honesto, todos los días.
No ha sido un camino derecho. No ha sido lo que esperaba. No ha sido lo que habría querido. Pero ha sido todo con Él. Nunca me ha abandonado, ni por un segundo. Por eso todo tiene sentido. Todo forma parte de quien soy: un hijo de Dios y ojala un hermano para todos (recen por mi).